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martes, 17 de julio de 2018

Veranos frágiles como alas de mariposa

Este verano me estaba pareciendo aburrido, como todos los veranos en el pueblo...(excepto el de hace dos años...) 

Echaba de menos también el verano pasado en Granada. La ciudad parece la mejor opción para el verano, y es que los pueblos conllevan a ideas suicidas. Hablamos de pueblos donde los habitantes tienen mentes cerradas. 

De vez en cuando me daba por pensar en aquella independencia económica, donde se me permitía ser vegana, porque a quién le consultaba si era preferible tomar comida ecológica o no era a mí, y solo a mí. 

Estaba sola en el mundo y eso era satisfactorio. Cuando yo salía a pasear por Calle Elvira, me encontraba toda aquella multiculturalidad... y el olor a especias. 

Me siento estúpida al haberme sentido sola, pero lo cierto es que abrir aquel ventanal y aspirar el aire desde mi sofá de los años 80 en un piso de cerámica andalusí, habita en mi memoria la tierra de sus parques, una conversación al pie del Darro, beber alcohol rumbo al Zaidín Rock, y los tatuajes, y las conversaciones con personas que apestan a alcohol y que solo vería una vez en mi vida... 

Desde que llegué a esa ciudad empecé a comprar libros y a almacenarlos en mi mueble marrón color cereza...y bueno, estaba sola, porque no me quería nadie, y mi novio tampoco, pero eso no importó. 

Estuve a las puertas del infierno. Perdí a lo que más quería y me levanté... y me sentí como una guerrera, y lo que vino después fue mucho mejor que lo que dejé atrás. Nunca avanzar tuvo un sabor tan exótico, y aunque duró poco aún me pregunto "¿qué fue de aquel olor a especias alojado en mi pituitaria?" He buscado por todas partes ese olor a especias pero no lo encuentro ¿Dónde coño está? Parece todo muerto. 

El verano de 2018, sin duda, pasaba lento y agónico. Facebook sustituía mi vida real. La virtualidad me hacía viajar a fotografías de pequeños insectos y plantas con profundidad de campo. Imágenes más hermosas de lo que un ojo puede percibir ante la bruma asfixiante y mortal del pueblo. 

De vez en cuando, los desconocidos me prestaban más atención que mis conocidos, y familia. Los diagnósticos no quedaban muy lejos de la depresión o astenia estival (más mortífera que la primaveral). 

Y yo odiaba esa típica pregunta, el "qué tal", y todos aquellos desconocidos me preguntaban que qué tal estaba, y, ¿qué te voy a decir, criatura? "me voy a cortar las venas". Te diré que bien, porque es protocolo, porque tengo que actuar como un personaje de "El alquimista" del señor Conejo, porque si te digo que no muy allá te lo tendré que explicar y es raro que entiendas algo, porque cuando a alguien le comentas cómo te sientes, te dicen clichés, te dicen "venga, ánimo", te dicen mierdas, y para eso me reconforto a mí misma, porque llevo construyendo diálogos internos desde que me daban crisis raras, y quien me ha intentado reanimar no ha sido del mundo ordinario, han sido profesionales, y no todos los profesionales han acertado. 

Me da rabia ese ego con que te intentan aconsejar, como si tuviesen la verdad absoluta, como si fuesen mi conciencia o estuviesen dentro de mí, como si yo no supiese animarme a mí misma. Si total, en el fondo, estamos solos con nosotros mismos siempre, aunque la gente se crea guay por subir fotos con gafas de sol horteras en piscinas gigantes con amigos y amigas de tetas operadas, de brazos inflamados, de tatuajes de mil tintas. Huyen. Huyen de sí mismos. Creo que muchos no se escuchan, y encima de que no lo hacen entran con esos aires de superioridad y me aconsejan sin animarse a conocerme. Inventan sobre mí también, a veces, rumores absurdos. Se hacen la peli, me ponen la etiqueta de esto y lo otro cuando no tienen ni puta idea de cómo soy yo ni de cuáles son mis necesidades, y sí, prefería aquella soledad, la soledad del pensamiento. 

Y hubo tardes anteriores donde convivía con personas que no tenían ni zorra de lo que albergaba mi pensamiento, pero ni de la mitad de cosas que podían hacer con el mundo. Conformistas. 

Aluden a mis pájaros, a mis utopías, a mi libertad de "mierda", a mi "dictamen de izquierdas" como ellos lo llaman, a mi "feminazismo" como dicen muchos machirulos, muchos violadores, quizás. 

Entonces, me hacía daño a mí misma y no podía pedir ayuda, porque cuando pedía ayuda me sentía aún peor, y aquello era un bucle atascado, y en mi mente no hallaba respuesta alguna, y me sentía horriblemente mal. Aquellas tardes aún mi piel era blanca, y me tomaba fotografías de sueños estelares, de escapadas a los sueños, mientras que continuaba escuchando a Michael Seyer, pero ya nuevas canciones. "Pretty girls", por ejemplo. Y una de aquellas fotografías de veranos introspectivos, de alentadores sueños feministas, de chicas tristes y de depresiones estivales, fue subida a mis redes. Unas la amaron. Mi mejor amigo la amó. Otros la odiaron. Mi madre la odió, como casi todo lo que sale de mí, y otros no dijeron nada, como mi novio, que dice que siempre está ocupado, que todo lo mío es bonito y le parece bien, y yo espero que eso no sea aburrimiento masculino, que sea sincero y le brillen los ojos ante mis cosas. 

Y ya llegó mi madre diciendo que mis fotos formaban parte de una competición para ser la más guapa, pero no. Yo seguí con mi esencia triste, como todo lo que se sobrellevaba en un pueblo prohibitivo, castrador con un alto índice de suicidios. A mí me daban igual las otras, y gustar, y los chicos, y sus mundos simples. Lo mío era un grito de socorro, quizás, como el de las vírgenes suicidas pero sin ser vírgen, y el resultado fue publicado en mi Facebook y en mi Instagram como una escapada a mis sueños, y este fue el resultado: 




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